lunes, 26 de octubre de 2009

La herrumbrosa realidad sudafricana

"Tan oscuro como el corazón
de una aguja".
Joseph Brodsky

En el discurso de recepción del Nobel, el escritor ruso Joseph Brodsky afirmó que si el arte enseña algo, es “el carácter privado de la condición humana”.
Esto que el arte muestra vale tanto para el escritor como para el lector.
El sudafricano John Maxwell Coetzee, abierto admirador del ruso, es un claro ejemplo de esta idea, sus novelas son reveladoras, no dan concesiones, y muestran una realidad tan aterradora y vacía, como la dinámica interior de sus personajes.
En la Edad de Hierro (1993), Coetzee continúa con su exploración de la realidad en Sudáfrica, y de la tensa relación entre la población negra y blanca del país africano, en pleno apartheid.
La novela es una extensa carta que Elizabeth Curren, académica universitaria con cáncer terminal; le escribe a su hija exiliada en Estados Unidos.
La redacción la inicia el día en que el médico le confirma el diagnóstico y en el que conoce a Vercueil, un vagabundo negro que duerme entre cartones y se acompaña de un perro.
La Edad de Hierro parece un largo monólogo en el que la narradora intenta darle sentido a la realidad que se vive en Sudáfrica, un lugar en el que: "abrir un periódico, encender la televisión, es como arrodillarse y que te orinen encima".
La señora Curren entabla una extraña relación con Vercueil, que no deja de lado un sesgo erótico; a quien le pide que cuando muera se haga cargo de entregar el manuscrito a su hija.
Unidos por la necesidad, Vercueil de un lugar donde dormir, la señora Curren por el temor que siente ante la cercana muerte; esta "pareja dispareja" vive en una Ciudad del Cabo al borde de la explosión.
Por diversas circunstancias, la casa de la anciana sirve de escondite a Bheki, hijo de su criada, y a John; dos adolescentes que forman parte de una rebelión armada.
Cuando los dos son asesinados, la narradora desvía su atención al ambiente a punto de estallar que la rodea.
Con Vercuiel como un moderno Virgilio que no guía, más bien la acompaña en sus paseos en auto, la señora Curren empieza a fantasear con imágenes vinculadas al fuego.
Una y otra vez se ve a sí misma bañada en gasolina, con un cerillo en la mano, y a punto de arrancar como antorcha humana por una de las calles más transitadas de la ciudad.
Una y otra vez su deseo se apaga ante el frío Vercueil y ante la certeza de que a pesar de el desarraigo que pueda sentir ante Sudáfrica, es más fuerte el deseo de pertenencia.
Un racionalista de la prosa como Coetzee nos da con la Edad de Hierro, un diamante duro, pulido y tan oscuro como el corazón de una aguja.

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